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domingo, 28 de septiembre de 2014

CSJN Vicente Robles S.A.M.C.I.C.I.F. c. Nación Argentina (Servicio Nacional de Parques Naciona- les), Fallos, 316: 382 (03.03.1993).

El caso Robles por Gordillo
(fuente: http://www.gordillo.com/pdf_tomo7/capitulo09.pdf)

En una licitación pública el pliego de condiciones generales dispone que las
“construcciones y/o mejoras” que levante el contratista podrán ser adquiridas
por la administración al fin del contrato pagando su valor de tasación. El pliego
de condiciones especiales distingue entre las “instalaciones” y los “edificios” y
dispone que estos últimos quedarán a favor del Estado sin indemnización a favor
del contratista. El único oferente resulta adjudicatario y en el contrato firmado con el Estado se reitera la regla del pliego de condiciones generales, o sea la más favorable al contratista. De acuerdo con las reglas de la licitación, el orden de prelación de los documentos es:
Es contrato en primer lugar, luego las condiciones especiales y finalmente las condiciones generales.
Terminado el contrato, el Estado invoca la cláusula de las condiciones especiales para no indemnizar al contratista el valor de los edificios. La acción de cobro de dicho valor interpuesta por el contratista es rechazada, con costas. Al así decidir, la Corte Suprema consideró que el contrato no podía alterar las condiciones del pliego de condiciones especiales y que si el oferente interpretaba que había una contradicción entre los pliegos, debió pedir oportunamente una aclaración, lo que hubiera implicado reglas iguales para todos los oferentes, cosa que no hizo. La disidencia plantea la contradicción entre las cláusulas de los dos pliegos, hace valer el orden de prelación previsto en ellos y sostiene la aplicación de la regla de derecho privado contra stipulatiorem que sanciona al redactor, prefiriendo la interpretación más favorable a su contraparte.
Obsérvese que no se trata en la especie de una conducta unilateral del oferente
que, luego de la adjudicación, pretende mejorar a su favor las condiciones de la
licitación enviando una nota y alega que el silencio del Estado ante dicha nota
constituyó aceptación de la misma, como ocurrió en el caso Maruba (Maruba S. C.A. c. Secretaría de la Marina Mercante, Fallos, 321: 1784) Aquí existe un acto expreso del Estado que elige una de dos alternativas posibles entre las cláusulas contradictorias de los pliegos.
Ahora bien: Nos preguntamos cuál hubiera sido la decisión de la Corte si la
cláusula de los pliegos especiales hubiera sido más favorable al particular que
la de los pliegos generales y el contrato hubiera reiterado la cláusula menos fa-
vorable de estos últimos:
¿Hubiera podido el contratista invocar la cláusula más favorable de las condiciones particulares?
Podría argumentarse que de esa manera no se violaba el principio de igualdad, porque el único oferente quedaba, en definitiva, en peor situación que la que surgía de la documentación que sirvió de base a la licitación. También la Corte habría tenido a mano el argumento de que el pliego de condiciones particulares no puede contradecir el pliego de condiciones generales atento al carácter reglamentario de éste y al principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos. (30 J. R. C omadira , La licitación pública, 2a. ed., pp. 161-163)
Y por último, la Corte Suprema podría haber citado la jurisprudencia que invoca la aceptación de las condiciones del contrato por el particular como renuncia a cuestionar posteriormente las cláusulas que no lo favorecían, amén de la teoría de los actos propios (31 Mairal , La doctrina de los propios actos..., cit., pp. 171-72 y 179-83).
Pero si, como argumentó la Corte Suprema, realmente hubiera habido otros
interesados que desistieron de presentar ofertas debido a la cláusula que disponía que los edificios quedaban sin cargo para el Estado, ¿no hubiera sido previsible que hubieran solicitado ellos la aclaración? El principio de la inderogabilidad singular de los reglamentos ¿no se aplica en contra del Estado? ¿No rige también para el Estado el argumento de la seriedad de la licitación y la necesidad de conducirse con diligencia?

Conclusiones
Quienes transitan los vericuetos del derecho administrativo saben, por experiencia, que el Estado rara vez cumple acabadamente con los requisitos de validez del acto administrativo. Decía la KGB de Stalin “Déme el hombre y le encontraré el delito.” En el derecho argentino podemos decir “Déme el acto administrativo y le encontrare el vicio.”
Lo cierto es que tales son los requisitos formales que debe cumplir la administración para dictar válidamente un acto administrativo que un respeto absoluto a la legalidad conduciría en muchos casos a la parálisis administrativa.
Los funcionarios honestos y dedicados se encuentran así, frecuentemente, ante
la disyuntiva de no cumplir eficazmente su función o verse obligados a violar
recaudos formales.
Así, por ejemplo, se ha observado que la mayoría de las contrataciones de la
administración pública nacional se lleva a cabo sin licitación pública. (32 A. G arcía Sanz , “Licitación Pública v. Contratación Directa: La batalla perdida,” RPA, 2006-3; “La contratación directa sigue siendo la regla. El decreto 259/2010: Un curioso festejo del Bicentenario,” elDial, Supl. Derecho Administrativo, DC-1323, 27-IV-10). Sin embargo, la Corte Suprema sanciona con la nulidad absoluta los pocos casos en los que se plantean ante la Justicia los vicios en el procedimiento de contratación y que, reiteramos, sólo por azar o por razones no siempre claras, llegan a conocimiento de los tribunales. (33 Mas Consultores de Empresas S.A. c. Provincia de Santiago del Estero, Fallos, 323: 1515. Ver el análisis de las posiciones contrapuestas sobre este punto que realizan N. Diana y N. Bonina , op. cit.) Más aún, dadas las criticables prácticas que observa el Estado para pagar sus deudas, la falta de pago es frecuentemente síntoma de corrección privada y no a la inversa. (34 Ver el prólogo de J. A. S áenz al libro de Pedro Aberastury , Ejecución de Sentencias contra el Estado, pp. 19-20) Innumerables son las consultas en las cuales el cliente plantea al especialista la siguiente situación: Alertado por su abogado de la falta de algún recaudo en un acto administrativo que le otorga un beneficio, solicita a la administración que lo corrija pero recibe como respuesta de que tal corrección es imposible y que debe tomar el acto como está: Tómelo o déjelo. ¿Qué aconsejar en tal supuesto? La multiplicidad de instancias en que se repite esta situación impide, en la práctica, una actitud conservadora. Tampoco se observan, en la mayoría de los casos, aspectos que permitan sospechar prácticas irregulares. Los particulares aceptan el beneficio y rezan para que no le sea eventualmente revocado o anulado. Sólo las motivaciones políticas, o la mala suerte, deciden qué actos administrativos serán luego cuestionados y cuáles quedarán cubiertos por el manto del olvido.
Los tribunales escudriñan el acto que el Estado mismo impugna, pero no pueden evitar soslayar la irregularidad general en que se desenvuelven permanentemente los órganos administrativos y que no llega a conocimiento de la Justicia. (35 Bonina describe elocuentemente la práctica contractual de los organismos administrativos que frecuentemente se apartan de las formalidades exigibles colocando al contratista en situación de indefensión jurídica. (N. Diana y N. Bonina , op. cit.)) Obviamente, el Poder Judicial puede actuar solamente en los casos que son llevados ante sus estrados. Pero debiera tomar noticia de esta realidad para calibrar sus decisiones.
Decía Schwartz que los fallos de la Corte Suprema norteamericana que rechazan la aplicación del estoppel contra el gobierno federal “tienen toda la belleza de la lógica y toda la fealdad de la injusticia.” (36 B. Schwartz, Administrative Law, 3a ed., p. 152.) Lo mismo podríamos decir de la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema que rechaza las acciones contra el
Estado promovidas por los contratistas que han cumplido su prestación, basándose en la nulidad o inexistencia del contrato a raíz de los vicios incurridos en el procedimiento de contratación.
Sería mucho más difícil criticar esta severidad judicial ante actos administrativos ilegítimos si ella se ejercitara tanto a favor como en contra de la administración. El derecho administrativo sería así estricto para todos. Ello ocurre en Francia, aunque con la morigeración de la distinción entre las formalidades substanciales y las accesorias. (37 A. de Laubadère , F. Moderne y P. D elvolvé , Traité des Contrats Administratifs, t. 1, 2a ed., p. 596) Sin embargo, en Francia, la anulación del contrato por vicios en el procedimiento también puede ser invocada por el particular para liberarse de las cargas que le imponía el contrato, (38 L aubadère , M oderne y D elvolvé , op. cit., t. 1, p. 575, especialmente nota 11) amén de que la inconducta administrativa al incurrir en vicios de procedimiento en el curso de la licitación constituye una falta de servicio que abre la puerta tanto a la indemnización a favor del particular como a la compensación del enriquecimiento sin causa que obtiene la administración, con lo cual el contratista puede llegar incluso a recuperar el beneficio del que fue privado por la anulación del contrato. (39 L. Richer , Droit des contrats administratifs, 6a ed., pp. 112-13) En España la actitud ante los vicios de forma y de procedimiento parece ser más tolerante. Así, una sentencia del Tribunal Supremo decidió que “la infracción de las formalidades administrativas establecidas en la legislación de contratos del Estado por parte de la propia Administración contratante nunca podrá enervar el derecho del contratista al cobro de la cantidad correspondiente a la obra realmente ejecutada.” (40 Sentencia del Tribunal Supremo del 17-XI-90, transcripta en O. Moreno Gil, Contratos administrativos, 3a ed., p. 637) Además, en ocasiones se ha prohibido a la administración invocar su propia torpeza y, si se llega a la anulación del contrato, se indemniza el enriquecimiento sin causa que ella obtiene. (41 V. S. Baca Oneto, La invalidez de los contratos públicos, p. 161-63).
El derecho argentino ha preferido, por el contrario, el rigor francés sin los
correctivos que ese derecho establece a favor del particular.
Sería, también, mucho más difícil criticar la conducta de la administración al impugnar la validez de sus propios actos si ella sancionara a los funcionarios
responsables por la ilegitimidad y si los organismos de contralor administrativo
procuraran eficazmente detectar y poner coto a la violación constante, por parte de la administración, de las formalidades exigibles. Pero la severidad judicial ejercida sólo contra los intereses privados en los pocos casos en que se levanta la cuestión y la pasividad administrativa frente a las prácticas irregulares de sus propios funcionarios, constituyen un verdadero estímulo para las conductas incorrectas de parte de la administración y, por qué no decirlo, de los mismos particulares.
Por otra parte, los efectos cívicos de esta severidad judicial ante los defectos
del trámite administrativo cuando la administración impugna sus propios actos,
unida a la tolerancia de dichos defectos cuando ella los defiende, son muy  nocivos.
De esta manera se permite a la administración dejar sin efecto cualquiera de sus
actos sin soportar el costo de los perjuicios que así ocasiona a los particulares.
Se dirá que el Estado defiende el interés público y que ante éste deben sacrificarse los intereses privados que contradigan a aquél. Sin embargo, este argumento prueba demasiado, ya que permitiría sacrificar siempre los intereses privados y darle siempre la razón al Estado.
Más difícil de contestar es el argumento acerca de la idoneidad que se presume tienen las grandes empresas. ¿Pero, en verdad, quién puede opinar con certidumbre en la jungla jurídica de las reglamentaciones argentinas, muchas
de ellas mal redactadas y a menudo contradictorias entre sí? ¿No hubo acaso
disidencias entre los miembros de la Corte en los tres casos? Obsérvese además
que, en CADIPSA, el Procurador General y la Corte Suprema, si bien coincidiendo en el rechazo de la demanda del particular, interpretaron distintamente los alcances de la circular inicial del Subsecretario de Combustibles. (42 Comparar el capítulo VI de la opinión del Procurador General con el considerando 6o, in fine, del fallo de la Corte) Por otra parte, una empresa que, ante cada duda interpretativa en sus relaciones con el
Estado, prefiriera la interpretación más negativa para sus intereses, quedaría
rápidamente fuera de competencia. No es de esperar, tampoco, que el gerente
de la empresa privada que recibe una instrucción oficial que amplía los plazos
de pagos la ignore y continúe pagando en plazos más breves. Quien siguiera esa
conducta no duraría mucho tiempo en su puesto.
La extremada severidad en juzgar la validez de los actos administrativos que
impugna el mismo Estado (generalmente luego de que los funcionarios que los
dictaron dejaron su cargo) desemboca así en una inseguridad jurídica general.
La presunción de legitimidad del acto administrativo pareciera hoy jugar sólo a
favor del Estado, nunca en su contra. La estabilidad del acto administrativo es
hoy una teoría en gran medida vacía de contenido. (43 Cfr. S. E. Vega, “La desprotección del particular frente a la potestad revocatoria de la administración. La agonía de la acción de lesividad,” LL, 2007-B, 451 comentando el caso Gordillo, J. H. c. Administración Nacional de la Seguridad Social, C.N.F.C.A., Sala II; Cfr. A. S. G usmán, “La estabilidad del acto administrativo a treinta años de la conformación del régimen legal,” ED
Administrativo, 2007, pp. 675-76).
La administración siempre alega la nulidad absoluta así como el conocimiento del vicio por el particular y revoca por sí el acto. (44 Cfr. M. Rejtman Farah, “La estabilidad del acto administrativo y el conocimiento del vicio como causal de revocación,” en Cuestiones de Acto Administrativo, Reglamento y otras Fuentes del Derecho Administrativo, Universidad Austral, 2009, pp. 431-32 citando la cambiante doctrina de la Procuración del Tesoro. hoy más favorable a la posición del particular: Ver, en este último sentido, el dictamen transcripto en LL, 2007-C, 376 con nota de E. M. A lonso R egueira, “¿Debe presumirse
el conocimiento del vicio?”) (O lo suspende, lo que en la práctica tiene el mismo efecto.) (45 Conf. con esta posibilidad J. R. Comadira, Anulación de Oficio del Acto Administrativo, p. 215, con cita de dictámenes en el mismo sentido de la Procuración del Tesoro; L. Monti, “Consideraciones sobre la sentencia dictada en la causa Pradera del Sol y la potestad revocatoria de la Administración,”
ED Administrativo, 2005, p. 114. Contra G ordillo , op. cit., t. 3, p. VI-13 y 14). Todo ello sin que el tribunal se detenga a determinar si, de acuerdo con las circunstancias del caso, la revocación es inefectiva porque la administración debió haber peticionado judicialmente su anulación. (46 Cfr. G ordillo , op.cit., t. 3, pp. VI-18 y 19. Así lo sostuvo, correctamente en nuestra opinión, el voto en disidencia en CADIPSA).
Párrafo aparte merecen las condenas en costas en los tres casos. Los tres
fueron provocados por una conducta inicial del Estado que la Corte consideró
ilegítima. En los tres casos hubo negligencia de parte del Estado al no haber actuado, en el entender de la Corte Suprema, de acuerdo a derecho. El Estado fue, así, responsable de la confusión que motivó el litigio. Y sin embargo, en ninguno de los tres casos se eximió de costas al particular. Ello sólo sería justificado si el particular hubiera sido partícipe con el Estado en la creación de la confusión o hubiera actuado dolosamente. No se alegan estas circunstancias en ninguno de los tres fallos. Sin embargo, y en defensa de la jurisprudencia que comentamos, pareciera que bajo ella subyace una sospecha de la ilicitud dolosa (aunque casi siempre incomprobable) del comportamiento administrativo. Pero, sin pruebas al respecto, los jueces no pueden considerar que la totalidad de quienes tratan con la administración son partícipes con ella en conductas ilícitas y que, por ende, cuando se trae un caso ante sus estrados deben sancionar la inconducta que presumen.
A un triste estado habremos llegado cuando los tribunales no presuman la inocencia sino el dolo.
La Corte Suprema, en su actual composición está mostrando una saludable
tendencia a corregir el exagerado apartamiento de nuestro derecho administrativo de reglas que constituyen verdaderos principios generales del derecho. (47 Cfr. J. A. S áenz , “La responsabilidad contractual en el derecho público argentino,” en Responsabilidad del Estado, Facultad de Derecho, U.N. Bs. As., 2008, p. 67 y especialmente en p. 80 donde habla de la tendencia jurisprudencial a “desadministrativizar” los derechos patrimoniales en el régimen de los contratos del Estado). Nos referimos a la admisión de la posibilidad de indemnizar el lucro cesante (48 Juncalán Forestal, Fallos, 312: 2266; El Jacarandá S.A. c. Estado Nacional, Fallos, 328: 2654) y a la ratificación del efecto obligatorio de los contratos administrativos para el Estado con el consiguiente rechazo de la facultad de la administración para modificarlos unilateralmente. (49 CSJN, Pradera del Sol c. Municipalidad de General Pueyrredón, Fallos, 327:5356) Y a todos aquellos que rechazan absolutamente la aplicación de reglas de derecho privado en el derecho administrativo haciendo hincapié en el carácter exorbitante de éste, señalamos que, nada menos que en Francia, se sostiene que la regla “nemo auditur propriam turpitudinem suam allegans” es tan susceptible de ser invocada en los contratos administrativos como en los contratos civiles. (50 De Laubadère , Moderne y Delvolvé, op. cit., t. 1, p. 577).
Esperemos que esta tendencia jurisprudencial alcance al tema en discusión y se corrija la desigualdad de trato que ocasionalmente se observa: Existe un solo derecho administrativo y él juega, siempre, tanto a favor como en contra de
la posición del Estado.

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